viernes, 27 de marzo de 2020

El amor en tiempos del coronavirus (La estación seca)

Una de las peculiaridades del confinamiento es que a veces obliga a las personas a vivir separados del trabajo, en soledad y en casas con espejos.
Cuando no existe la excusa que nos exige la mayor atención, cuando no hay nadie con quien distraerse o a quien culpar acabamos encontrando nuestra mirada en algún espejo por mucho que intentemos evitarlo. 
Lo primero que nos encontramos es que somos más viejos de lo que intentamos decirnos a nosotros mismos. Es como la información que los gobiernos nos racionan pero con un solo emisor y destinatario.
Después vemos que la construcción de la casa con la que nos hemos estado justificando años está mal hecha. Hay un montón de grietas. De errores básicos de diseños. Azulejos que no encajan. Formas ridículas. Habitaciones enfermas. Los cimientos parece que se habían hecho sin las condiciones mínimas y el suelo, incluso el suelo, no parece firme en demasiadas partes. Incluso descubres que algún cuarto se construyó sin puertas y alguien se quedó dentro encerrado y ha tenido que hacer un butrón o una gatera o un respiradero. Algunas paredes tienen moho. Un moho del que entra en los pulmones y no sale jamás.

La gran duda es si empezar de nuevo. Buscar un nuevo lugar. Nuevos cimientos. Nueva construcción. O intentar reparar todos los problemas. No sabes si lo son o no porque nadie te ha dado el título de arquitecto. Pero se supone que lo tienes que tener. Se supone que lo tienes que saber. Se supone que tendrías que haberlo aprendido. Alguien desde fuera te avisó mil veces. O no te avisó pero lo sabía.

Haces un puzzle nuevo. A los dos días lo rehaces. Y, aunque con dificultad, las piezas encajan y cobran sentido partes de la vida aparcada.

  

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