domingo, 8 de marzo de 2009

En nuestras casas

Cuando voy a Asturias suelo parar en la casa de mis padres en Oviedo. A veces porque llego de noche y otras porque voy a quedarme en Oviedo.

La última vez que estuve fue hace unas semanas, por la boda de unos amigos en Gijón.
Los padres de mi novia se acercaron para llevarle la ropa de la boda y todas esas cosas que necesitan y que los hombres no podríamos comprender su razón en mil años.
Nunca habían visto la casa de mis padres y les llamó muchísimo la atención que la cocina y el comedor estuviesen unidos por una especie de gran ventana.

En esa casa vivíamos ocho personas y dos gatos (a veces también cobayas, hamsters, algún perro últimamente...), por lo que era un piso de batalla. Cinco habitaciones, tres baños, dos trasteros hasta arriba...

Las primeras en irse fueron mis dos hermanas mayores. Se fueron a Santiago de Compostela a estudiar. Sólo volvían a casa en Navidades. En Semana Santa y verano ya se iban al pueblo.
Nunca más volvieron. Cuando acabaron la carrera se establecieron fuera de Oviedo.

Nosotros ya nos habíamos redistribuido poco a poco. Ocupando su habitación vacía primero unos días, luego cuando ellas no estaban y finalmente, cuando ellas volvían se tenían que buscar alojamiento en otra parte de la casa.

Después otra hermana se fue a estudiar fuera, primero a Londres, luego a Valencia y también acabó estableciendo su negocio fuera de Oviedo.

Después nos fuimos yendo los que quedaban y al final, cuando mi padre se jubiló, también se fue con mi madre al pueblo.

Ahora mismo en la casa de mis padres sólo hay gente de paso. Mis padres cuando tienen una revisión médica, yo cuando voy o vengo de Madrid, alguna hermana que va de compras o hace parada y fonda.

Ya nunca volveremos a vivir todos junto allí.

La nevera que siempre estaba repleta, ahora está casi vacía. El empotrado donde mi madre guardaba los comestibles sólo tiene latas y algún producto de caducidad larga.

Ese piso ahora es como una de esas viejas locomotoras enormes que puedes ver apartada en una vía muerta esperando.

Siempre había visto eso en la casa de mis bisabuelos, pero con cierta lejanía.
La casa de mis bisabuelos, en el pueblo, era la versión dieciochesca del piso de mis padres. Era una casa de cuatro plantas con mil habitaciones. En cada cama había muerto alguien. Y mi abuela lo contaba con la misma naturalidad con la que te podía decir que el techo estaba pintado de blanco.
Mis bisabuelos, mi bisabuela, había tenido dieciséis hijos. Dos habían muerto al poco de nacer, otro se había caído de la cuna -y mi abuela te enseñaba la cuna (también te enseñaba el patio de enfrente donde habían enterrado a los niños...)- otro de sus hermanos había muerto porque el eje del autobús donde viajaba hacia Luarca se había partido y le había arrancado una pierna -Alsa ni siquiera le indemnizó-. Casi todos sus hermanos se habían ido a Puerto Rico. Algunos habían vuelto y otros no.
Al final, nadie vivía en esa casa. La única persona que mantenía la costumbre de limpiarla y ocuparse de ella era mi abuela. Supongo que era demasiado importante para ella como para abandonarla.

Cuando murió mi abuela, y ya antes, cuando mi abuela ya no podía ir a limpiarla, nadie se ocupó más de esa casa. Al polvo le siguieron las goteras y a las goteras la madera podrida. En un periodo cortísimo de tiempo desde el piso de abajo se podía ver el cielo en algunas partes de la casa.
A esto hay que sumar los enormes problemas de una casa con mil herederos repartidos por todo el mundo y sin testamento.

A la muerte de mi abuela le está sucediendo exactamente el mismo problema a su casa.
Ya nadie vive allí. Por mil razones.

Dentro de menos tiempo del que creemos le pasará también eso al piso de mis padres. Y veremos qué pasa con la locomotora y sus piezas.