sábado, 13 de agosto de 2016

Periodismo olímpico

Estoy siguiendo algunas de las competiciones de las Olimpiadas de Río. La retransmisión por televisión la hace TVE.
He comprobado que la forma de seguir cada evento en que hay participación española suele seguir una pautas.
Al comienzo se nos presenta al español como un oro prácticamente asegurado. A medida que la competición avanza y el español comienza a verse reflejado de los puestos dominantes, se presenta esta situación como una pequeña dificultad que se solventará fácilmente. Cuando la pérdida de posiciones ya parece clara y la recuperación es imposible se nos informa de la dificultades, lesiones, problemas familiares, líos federativos, muerte de su entrenador o cualquier catástrofe que en los últimos meses ha estado envuelto nuestro deportista. Finalmente, nos enteramos de que ese medallista seguro tenía como mejor marca la 224ª del mundo este año y su mejor puesto fue un quinto en unos Juegos del Mediterráneo de haber ocho años.
Pero a lo que vengo es a hablar de otra cosa. De populismo.
La muestra más clara es cuando un deportista español consigue medalla. Generalmente nuestra medallista suele ser una mujer o un equipo femenino, en deportes que no practica ni el Tato. Deportes en los que no sabes si el partido tiene dos tiempos o cuatro, que te sorprenden con tarjetas verdes (¿ecológicas?), o que no sabes ni entiendes el sistema de puntuación, repesca o que existiera categoría femenina.
Pues ahí tenemos a nuestra pareja de periodistas deportivos. La octava Olimpiada de una y la sexta del otro. Más de cincuenta años de experiencia entre los dos. Enfrente de ellos nuestro medallista. A mi se me ocurren media docena de preguntas. A nuestros entrevistadores se les deberían de ocurrir al menos el triple por cabeza. Pero las preguntas -independientemente del metal de la medalla, sexo del triunfador, marca, participación, competición individual o por equipos- siempre son las mismas: cómo te sientes, a quién le dedicas la medalla, quieres mandar un mensaje a toda la gente que te ha apoyado, quieres saludar a los vecinos de tu pueblo que se han quedado hasta la tres de la mañana para verte.
Durante una hora pueden hacer preguntas girando sobre estos asuntos sin que nos enteremos jamás de su trayectoria, la edad a la que se iniciaron en el deporte, su opinión sobre sustancias prohibidas y su uso en la competición, sobre si el deporte profesional puede ser dañino para el cuerpo o cómo lo transforma y las consecuencias externas que eso trae consigo. Lo que sea.
El aspecto más patético es la búsqueda de la lágrima. Ya sea durante la propia entrevista o repitiendo el vídeo de la entrega de las medallas, se busca la imagen del deportista llorando. Como si llorar nos hiciese más humanos después de verlos durante días sudar a chorros.
No creo que los periodistas sean tan cortos de recursos. Estoy convencido de que hacen lo que le piden sus jefes. Sus jefes, a su vez les exigen lo que el público demanda. Y que deberían negarle pero no se atreven. El público quiere falsa modestia, papás orgullosos, entrenadores felices, vecinos exultantes. Todo regado de lágrimas. De muchas lágrimas.

Y de mocos.