miércoles, 26 de enero de 2005

Luis y las cervecitas

Siempre me extrañó lo difícil que resultaba localizar a Luis durante las dos horas siguientes a la salida de su trabajo. Su móvil o estaba apagado o no te contestaba a la llamada.

Luis siempre decía que se había ido a tomar unas "cervecitas".
Yo nunca le di demasiada importancia, porque obviamente no la tenía.

Pero esta tarde por una casualidad, me encontraba cerca de donde trabaja justo a la hora en la que echa el cierre. Así que decidí acercarme y de paso comentar algunos asuntillos que teníamos pendientes.

De lejos lo vi bajando la persiana metálica y cerrando con llave la puerta de la tienda. Pensé que vendría hacia donde yo estaba porque es en esa dirección donde suele aparcar el coche. Pero le vi coger una carpeta que tenía apoyada junto a la puerta, se la puso debajo del brazo y se fue justo en el sentido contrario.

Supuse que tendría que hacer algo o que habría quedado con alguien así que aceleré el paso para alcanzarle.

Pero el iba más deprisa de lo que yo esperaba y cuando doblé una esquina él estaba bastante lejos, se miraba el reloj de la muñeca y daba muestras de que llegaba tarde.

A pesar de que aumenté bastante el paso no conseguí tenerlo cerca justo hasta un par de calles después.

Ya lo tenía a pocos metros así que en vez de darle una voz opté por pegarle un golpecito en la espalda. Pero cuando ya estaba yo levantando el brazo él hizo un giro brusco a la izquieda y después de subir unos escalones entró por la puerta de un edificio.

Yo me quedé un poco fuera de sitio y ni siquiera me dio tiempo a llamarle antes de que entrase.
Pensé en ir tras él pero por prudencia antes miré qué podía ser aquel portal.

Me quedé extrañado cuando leí: CENTRO PARROQUIAL DE PUMARÍN.

No supe qué pensar.

Decidí esperarlo fuera pensando que quizás hubiese tenido que ir allí por algún motivo laboral, que alguien que estuviese allí o la propia parroquia fuesen clientes suyos.

Cuando ya llevaba unos minutos esperando comencé a escuchar un murmullo de niños hablando que parecía que provenía del interior del Centro. Vi que una pequeña ventana de las que daban a la calle estaba entreabierta a modo de respiradero. Me acerqué hasta allí y quise asomarme pero aún poniéndome de puntillas me quedaba un poco alta y no podía ver más que el techo de lo que parecía ser un aula.

Justo a unos pocos metros había unos cubos de basura y a su lado la caja vacía de una impresora. Me acerqué y pude comprobar que si me subía a ella por los bordes podría aguantar mi peso.

Con el pie la llevé por el suelo hasta debajo del ventanuco y me subí sobre ella.

Lo primero que pude ver fue a un grupo de unos diez niños y niñas de entre seis a ocho años (nunca he sabido calcular edades y menos las de los niños). Todos estaban muy callados y miraban a alguien que parecía ser su profesor.

Tras asegurarme que la caja resistía mi peso y comprobar que Luis no había salido mientras yo montaba el tinglado, volví a mirar dentro. Me fijé en el profesor y me pareció un poco extraño a primera vista, pero cuando centré más la mirada no podía creerme lo que mis ojos estaban viendo.

Luis era el profesor.

No podía salir de mi asombro.

Tras unos momentos de desconcierto comencé a esforzarme por oir lo que les estaba diciendo a los niños. "Debeis tratar bien a vuestros padres porque ellos son los que os han dado la vida y gracias a ellos estais aquí".

¿QUÉ?

¿Luis pidiendo respeto para los padres?

¿El mismo Luis que había tirado por la ventana el belén y colgado a San José de la lámpara porque discrepaba de la existencia de bueyes en el Oriente Próximo de hace dos mil años?

¿El que les había dicho a sus padres que en la próxima luna llena debería sacrificar a uno de ellos y que lo fuesen echando a suertes?

¿el que dejaba el gas abierto todas las noches despúes de encender incieso en la habitación de sus progenitores?

No me lo podía creer.

Pero en el momento en el que sacó una guitarra de un armario y se puso a cantar salmos fue cuando algo en mí se hundió a la vez que la caja de cartón, que no pudo soportar más mis temblores.

No recuerdo el camino que seguí hasta llegar a mi casa porque mi mente estaba nublada y sólo repetía: "Luis es catequista, ¡Luis es catequista!"

A las dos horas recibí un correo electrónico de Luis que decía: "Vengo de tomarme unas cervecitas. Estoy muy cansado. La web la actualizo mañana. Tagüevo".


Me recorrió un sudor frío cuando en ese momento supe que Luis estaría arrodillado a los pies de su cama pidiendo perdón por no haber dado más amor hoy.

Los Hombres Huevo


Si fuesemos huevos cocidos todo serían ventajas.


Los desplazamientos.

No serían necesarios los vehículos. Bastaría un buen impulso para llegar a cualquier sitio. Las carreteras, por supuesto, no tendrían piso antideslizante. Habría un menor gasto en combustible y por tanto menos contaminación.
No niego que esto conllevaría más riesgo de accidentes, pero de todos modos, el choque de un huevo cocido nunca sería letal. Lo peor que podría sucedernos es la rotura parcial de la clara cocida con pérdida de la masa yemal. Eso sería fácil de sanar aplicando una cáscara artificial durante un tiempo.
Otro posible accidente podría producirse al haber algún elemento punzante sobre el firme. Esto nos podría ocasionar a los huevos humanos, una incisión que podría ser considerada como un simple piercing accidental. ¿No molaría llevar una tuerca clavada en la frente?


Las muchedumbres y aglomeraciones.

Serían maravillosas. El deslizante contacto de los cuerpos de los huevos cocidos entre nosotros resultaría agradable y muy divertido. A la más mínima presión los hombres huevo saldríamos disparados por los aires. A esa expresión corporal se la conocería como puenting inverso.


La ropa.

El gasto del hombre huevo se reduciría enormemente. ¿Qué ropa puede llevar un huevo? Si nos ponemos unos pántalones ¿cómo nos los sujetaríamos? -O nos quedarían bajos y se nos caerían o se nos deslizarían hacia arriba y no veríamos por dónde caminamos-. ¡Ropa fuera!
Además si llevásemos ropa perderíamos nuestra capacidad deslizante, lo que equivaldría a que seríamos minusválidos.
Y ¿para qué querría abrigarse un huevo cocido?


El sexo.

Los hombres huevo no tendríamos sexo. Y aunque lo tuviésemos, como no puede haber diferencias entre huevos y huevas, nunca podríamos relacionarnos. Esto evitaría muchas frustraciones (seríamos más felices). Además nos libraríamos de pérdidas de tiempo y dinero: no gastaríamos en colonias, ni en coches deportivos, ni en clases de golf.
Además, al no existir las huevas, no serían necesarias todas esas tonterías femeninas para llamar la atención del otro sexo, como gastarse una pasta en peluquerías o comprarse modelitos para las bodas.
Así que los hombres huevo tendríamos un gran poder adquisitivo y una mayor esperanza de vida que los seres humanos. Seríamos ricos y además durante mucho tiempo. Esto conllevaría un enorme impulso tecnológico.


El trabajo.

No llegaríamos tarde al trabajo. Al no viajar en vehículos no provocaríamos atascos y si hubiese uno, nos los pasaríamos fabulosamente empujándonos unos contra otros hasta que uno a uno saliésemos disparados en dirección a un puesto de trabajo en el que, aunque no sea el nuestro, no tendrían ningún problema en desempeñar.


La sociedad.

No existirían tensiones en una sociedad tan equitativa. Todos seríamos iguales.


- Con su logística, su capacidad para el ocio, su falta de frustraciones, su economía, tecnología, capacidad laboral, etc, la sociedad de los hombres huevo sería imparable. El sueño de cualquier ministro de economía o medio ambiente.

Sólo existiría un problema: la lacra del canibalismo.